No hay nada
No hay nada romántico en cómo nos conocimos. Echando un vermut. Ella acababa de llegar a Teruel. Era diciembre. Lo supe cuando la vi. No me enamoré, pero lo supe. Supe que iba a ser ella. Sin dudas.
No hay nada romántico en cómo adora las flores. En cómo reflejan un ciclo al que está condenada cada mes. Florecimiento. Esplendor. Decadencia. Puedo verlo en la manera en la que mira al mundo.
No hay nada romántico en cómo llenamos los espacios. No hablamos. Apenas nos oímos siquiera. Pero está, creando mundos posibles mientras lee. No levanta la vista hacia mí, no hace falta. Sabe que estoy, dibujando. Estando solo con ella.
No hay nada romántico en cómo chocó mi cuerpo contra el suyo. Luchando por una sensación de poder. Cuando está cansada me cede el control. No suele pasar. Tampoco me mira a los ojos, nunca. Demasiada vulnerabilidad para alguien cuya espalda se quiebra. Demasiada intimidad para alguien que no puede soportar un abrazo que una los pedazos.
No hay nada romántico en cómo maneja su Instagram. Repleto de ciudades salvo Teruel. Repleto de momentos salvo conmigo. Repleto de arte salvo libros. Repleto de ella salvo su tristeza.
No hay nada romántico en cómo se sienta el suelo. Y yo con ella. Beber vino directamente de la botella es jodidamente incómodo. Pero lo intenta. Solo por no levantarse a por un vaso. Yo no me levanto porque no quiero dejarla. Ni siquiera por un instante.
No hay nada romántico en cómo bailamos. Solos. De noche. Con la luz apagada. Se apoya en mí y deja que cargue, por un momento, con todo. Sé que a veces llora. Sé que se avergüenza de eso. Sé que lo negará si se lo digo.
No hay nada romántico en cómo dormimos. Nada de abrazos. Nada de arremolinarse en un lado de la cama. Apenas me muevo. Ella, mucho. A veces extiende la mano para tocarme. Comprobando que sigo allí. Sigue durmiendo después. Con eso es suficiente.
No hay nada romántico en cómo se va. Y me deja. No se gira, tampoco espero que lo haga. O sí. Búscame cuando vuelvas, quiero decirle. No lo hago. Ella no quiere volver, no hay sitio para ella aquí. Pero sé que lo hará si se lo pido. Volverá. Aunque no será suficiente.
No hay nada.
Cathedra
Puedo verlo, aquello que perdí, absorbida por su fluidez y ahogándome en una sensación de magnitud donde, por fin, encuentro silencio.
Puedo verlo, aquello que anhelé, hipnotizada por una marea en constante movimiento pero, a su vez, estática en sus sombras
Puedo verlo, aquello que encontré, desesperada y resiliente en la hostilidad que, de nuevo, no me es ajena
Lo propio
Mi único consuelo es que hago lo propio, lo propio de los de mi especie. Aquí, aislado, lejos del hacinamiento de las ciudades. Yo prosigo mi labor, aunque nada ni nadie queda: nada que proteger ni nadie ante quien pretender.
Bajo mi cargo queda aquello que un día fue próspero y fértil, tornándose en un desierto, en tierra perdida y olvidada; en una España vaciada sin cabida en el caótico mundo del siglo XIX.
Incluso bajo mi hediondez y desaliño, sigo siendo útil: mantengo la tierra intacta: yerma, sin frutos y sin sentido; sí, pero intacta. Es mi único consuelo.
Estoico, mi ojo amarillo y plano curiosea el desplazamiento de las nubes a merced del viento; la brisa también me balancea, ligera como es, me aterra: su imprevisibilidad será mi perdición. Ya lo fue, cuando tonto de mí creí que volvería a tener algo que me cubriese la cabeza cuando mi sombrero se alejó bajo los designios de una corriente de aire, solo unos centímetros al principio, mi sombra le cubría, ojalá hubiese podido alcanzarlo. No lo he vuelto a ver. Fue lo primero en desaparecer.
Mi ojo fue descosiéndose hasta aterrizar en el suelo, me da una nueva perspectiva y logro divisar cosas que antes solo podía imaginar, pero ya no es una parte mí. Lo sé, me aterra lo inevitable: que todo andrajo e útil que me compone acabe desperdigado, olvidado.
Debería erguirme orgulloso, no decaer ante mi reflejo decrepitante y mantener mi imagen intacta; porque espanté todo lo que me rodeaba y eso es lo propio. Lo propio de los buenos espantapájaros como yo.
Los otros
Me dejo caer. Estoy cansada.
Apenas puedo respirar. Las flores me ayudan.
Estuve en este campo, recogiendo margaritas.
Lo hago todas las mañanas.
Llevo mi dedo índice a mi vientre y trazo un círculo.
Toco una flor. Me gusta el rojo que dejo marcado en ella.
Oigo voces a lo lejos. No quiero cerrar los ojos.
Van a destrozar las flores. Van a abrirles un agujero.
Dormir y descansar. Y dolor.
Tirada, abandonada. No puedo lenvatarme, no quiero.
Los otros están aquí.
Y han venido para quedarse.
100 piezas de kilogramo
Monedas de plata rebotan en el suelo a la sombra de sus pies. Su mirada fija en los cuerpos sin vida, humillados y desprovistos de todo poder. Cuelgan, al igual que lo hace su medalla, reposando en su cuello gracias a una cadena. Sus cien piezas de kilogramo, su recordatorio, su moneda de 1870. Quiere demostrarles a sus antiguos opresores la misma vejación que ellos le demostraron en vida lanzándoles el duro. Pero le cuesta desprenderse de algo que no significa nada y, a la vez, todo: pasó de ser la calderilla de un guardia de aduanas, que tiró la moneda al suelo como un acto de humillación, a ser un recordatorio. Un recordatorio de que los exiliados nunca regresan, aunque lo hagan.
Desabrocha el medallón. Lo enrosca y aprieta alrededor de su mano. Un acto inconsciente, para hacer algo. Su repatriación se le antoja como algo ajeno a pesar de que fue un tema recurrente en sus ensoñaciones. En ellas estaba radiante: la base bien aplicada, delineador suave y unos toques de rímel; un rostro perfectamente delineado acompañado de su mejor vestido. Deja que la cadena libere al disco y, desprendida la pieza, la realidad se abre paso resquebrajando su ilusión: no es el momento glorioso que imaginó, es macabro y desquiciado; el júbilo común se ha convertido en una masa asfixiante; la esperanza de tiempos mejores es amenazada por la incertidumbre; y su aspecto, ese una vez imaginado reluciente e intacto, ha sido devorado por un vestido muy ajustado en el cuerpo y suelto en la zona del pecho, un pelo grasoso, y marcas de arañazos en sus brazos.
No se siente bien, pero aun así se abre paso sabiendo que la moneda seguirá con ella aunque abandone sus dedos, como una quemadura que no sana. Esto no va a borrar lo que nos han hecho, lo que me han hecho. Piensa antes lanzar su moneda.
